sábado, 18 de diciembre de 2010

EDUCAR MÁS ALLÁ DE LA ESCUELA

Nunca se ha hablado tanto como ahora de la importancia de la educación entendida como el bien público imprescindible para afrontar los retos de la sociedad del futuro. No obstante, la tarea de las instituciones escolares y la bondad de la función educativa son cuestionadas a diario. Es urgente analizar y reflexionar sobre las causas de esta discordancia.

Desde que la globalización económica se intensificó en la década de los noventa, se ha producido una reestructuración muy importante de los conceptos de espacio y tiempo: el espacio donde puedes actuar desde un lugar concreto, no termina donde tus ojos ya no ven, sino allá donde la tecnología de las comunicaciones te permite viajar sin moverte de casa. Por otra parte, desde el sistema económico en el Cual estamos inmersos, el tiempo es percibido como un factor clave para lograr el éxito si se es capaz de obtener el máximo beneficio en el mínimo tiempo posible.

La reformulación de estos dos conceptos hace que las relaciones entre personas y comunidades, y las proyecciones de futuro a corto, medio y largo plazo cambien de una manera radical y sin precedentes. Entendiendo que el objetivo de la educación es la formación integral de los chicos y chicas para poder desarrollarse libremente y con criterio en el mundo actual, los cambios que se han mencionado deben repercutir forzosamente en el mundo educativo para que este pueda continuar desarrollando su función social. Es necesario reflexionar y crear espacios de debate sobre los cambios que deben introducirse, entendiendo la función educativa como un proceso que interactúa con otros espacios, más allá de la propia institución −escuela, instituto y también universidad− tanto en referencia a la educación formal como a la no formal y la informal.

Esta reflexión tiene un claro referente en el mundo educativo. El año 1993 el Director General de la UNESCO, Federico Mayor Zaragoza, encargó a una comisión internacional, presidida por Jacques Delors, la tarea de reflexionar sobre la educación para el siglo XXI. Esta comisión, formada por miembros de diferentes países y continentes, de ideologías y profesiones diversas, elaboró un informe que era el producto de los trabajos realizados durante tres años que se denominó «Informe Delors» (1996) y del que posteriormente se editó el libro La educación esconde un tesoro.

De este trabajo destaca la formulación de los cuatro pilares fundamentales que deben sostener la educación del siglo XXI:
· Aprender a conocer
· Aprender a hacer
· Aprender a convivir
· Aprender a ser

Hasta la actualidad los esfuerzos mayoritarios se han destinado a satisfacer los dos primeros pilares, aprender a conocer (dominio de los instrumentos del conocimiento y aportación a la sociedad) y aprender a hacer (cualificación profesional, competencia social, trabajo en grupo,

etc.). No obstante, ahora, en este nuevo contexto se hace más evidente el reto de destinar los mismos esfuerzos a aprender a convivir (uno de los retos más importantes del siglo XXI es entender la diversidad como un elemento enriquecedor y al mismo tiempo necesario) y a ser (la educación integral que permite el pensamiento autónomo).

Los cuatro pilares anteriores no son excluyentes, sino que uno no tiene sentido sin los demás. Sin el conjunto de los mismos no se consigue una verdadera formación para llegar a ser personas libres, con criterio y capaces de actuar para un mundo mejor.

Lograr estos objetivos requiere, además, de la acción educativa de las familias (primer y principal contexto educativo), de las instituciones educativas y de las interacciones escuela-entorno, entendidas como un factor determinante en la formación de ciudadanos. En este sentido el entorno se convierte en potenciador o inhibidor de la formación integral de las personas.

Aún teniendo en cuenta que lo que queremos es mejorar la calidad de la educación, la realidad constata que no se consigue avanzar en esta dirección. Por una parte la educación, eje y motor del cambio, pide transversalidad y métodos integrales y globalizadores de educación/aprendizaje; en cambio, y debido a una política educativa centralizada, la capacidad de decisión está en manos de unos servicios centrales que actúan con criterios rígidos y homogéneos, generando una falta de adaptación a situaciones estructurales, territoriales y sociales muy diversas.

Por otra parte, los contenidos curriculares estructurados por materias continúan dando a los alumnos una visión compartimentada y vertical de los aprendizajes, con una adecuación nula a los contextos reales y cercanos. Este hecho obstaculiza el aprendizaje significativo, inhibiendo la creatividad y la imaginación de los educandos, fruto de la desconexión de los aprendizajes con su realidad e intereses. Acercar la escuela al entorno es un factor clave y es necesario reflexionar sobre esta cuestión.

En este sentido, a menudo tendemos a considerar una dificultad (por ejemplo el fracaso escolar), como un problema personal y no nos damos cuenta de que es un problema colectivo, con unas causas interrelacionadas de tipo familiar o social. En consecuencia, el equívoco nos lleva a dar una respuesta sectorial, no global. Una respuesta que requiere interactuar con las familias y también, de manera muy especial, con el entorno, con el espacio público.

Para interrelacionarnos e interactuar con el entorno es necesario crear espacios que faciliten la educación más allá de la institución educativa, con la implicación de las administraciones locales y la complicidad y participación de los ciudadanos. Tal como se ha dicho anteriormente, el compromiso colectivo de favorecer las interrelaciones escuela-entorno se convertirá en un factor que potenciará la formación integral de las personas. Si no es así, se crearán distorsiones e incompatibilidades competenciales que potenciarán la deseducación.

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